TRAYECTORIA DEL DESENCANTO EN LA HISTORIA PERUANA
Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad. Jean Paul Sartre
Uno de los historiadores más influyentes en el Perú, ha sido sin duda Heraclio Bonilla. Textos como “Guano y Burguesía” (1974) o “La independencia del Perú. Las palabras y los hechos” (1972), han sido importantes aportaciones en su momento, tanto por el contenido en sí como por la apertura de debates historiográficos. Sin embargo, el tono crítico y desencantado ha caracterizado su obra. Otros libros suyos, como “Un siglo a la deriva” (1980) o “La trayectoria del desencanto” (2009), exhiben más claramente esta percepción descreída o inconforme con el desarrollo histórico del Perú republicano. Una visión histórica necesaria frente a los discursos oficiales, como los de la Academia Nacional de la Historia, de tono casi siempre moderado o acrítico.
Otros influyentes historiadores se podrían inscribirse en esta tradición crítica o desencantada en el siglo XX: Pablo Macera, Virgilio Roel, entre otros. Pero quizás la literatura peruana exhiba mejor ese desencanto nacional. Destacándose la literatura de denuncia social de corte indigenista como la de Clorinda Matto de Turner a fines del siglo XIX, hasta la novelística profesional de gran difusión en el siglo XX, como la desarrollada por Ciro Alegría, José María Arguedas o Manuel Scorza. También sobresale la ensayística de denuncia como la de González Prada (1844-1918), hasta el famoso ensayo “Lima la Horrible” (1964) de Salazar Bondy. Más recientemente, textos como los de Herbert Morote (“Réquiem por el Perú, mi patria”, 1992), llevan ese tono de indignación nacional hasta límites grotescos.
Para algunos críticos literarios, el texto más representativo del desencanto nacional, es la famosa novela “Conversación en la Catedral” (1969), de Mario Vargas Llosa. Proyecto de “novela total” que busca representar la múltiple realidad del Perú a mediados del siglo XX. Una radiografía del Perú como “un país enfermo” (frase de Héctor Béjar). Aparece un deprimido paisaje social, plagado de injusticias y desigualdades en esta novela (Galdo 2008: 149). La frase ¿En qué momento se había jodido el Perú?, pasó a ser el sentido común de las siguientes generaciones de peruanos.
Por otro lado, podría afirmarse que la colonia es el punto de partida para cifrar este desencanto peruano. Los horrores de la conquista, la explotación a través de la mita o la imposición de tributos, la represión violenta frente a sublevaciones (la de Túpac Amaru II por ejemplo), entre otros hechos, generaron una conciencia de rechazo profundo a estos tiempos de sujeción y despojo.
Los pueblos indígenas del siglo XVI, “van de la curiosidad (frente al español) al temor y luego al odio. La mezcla de estas emociones origina la resistencia armada, que resultó fallida; a este sujeto pasional no le sirvió su eje deóntico para enfrentar las nuevas situaciones. Pero, la lucha no disminuyó ni el apetito español ni el odio indígena, sólo aumento el número de víctimas” (Fossa 2009: 93). El miedo o pánico inicial de los indígenas se transforma rápidamente en odio hacia los europeos. Este rencor perdurará más allá de las regulaciones legales y distribución de privilegios durante el Virreinato. Finalmente, el trauma de la conquista y colonia se mantiene vigente hasta hoy, lo cual se evidencia en ese antihispanismo tan recurrente en que cae nuestra sociedad.
Garcilaso de la Vega intentó resolver ese conflicto a través de la figura del “mestizo” (síntesis, sincretismo, unión), que él mismo encarnaba. Sin embargo este nuevo grupo, surgido a partir de la conquista, “luego de un breve momento en el que parecían ser íconos emblemáticos de la conjunción, fueron vistos como la indeseable encarnación de la mezcla, la marginación y la ilegitimidad”. (Hernández 2012: 105). El mestizo, despreciado tanto por indios como por españoles, será parte esencial del desencanto peruano.
Las luchas independentistas, con la consiguiente irrupción de los ejércitos (“nacionales” o “extranjeros”) y creciente protagonismo popular, marcaron el inicio de tiempos turbulentos de cambios políticos y desplazamientos de los grupos privilegiados. La nobleza e iglesia, perdían protagonismo frente a los caudillos y sectores liberales. Las luchas intestinas por el poder entre los caudillos militares, posteriormente traerían largos años de anarquía, desorden o caos. No es de extrañar que esta situación fuera lamentada tanto por un religioso conservador como Bartolomé Herrera (con su defensa del orden natural de las cosas), como por un civilista progresista como Manuel Pardo (con un fuerte discurso antimilitarista).
En este punto conviene resaltar lo señalado por el historiador Nelson Manrique: “el pensamiento político de Herrera fue muy influyente entre los intelectuales de la fracción criolla dominante. Sus posiciones expresaban bien el sentido común oligárquico, aunque su formulación providencialista y apenas disimuladamente monárquica hacia difícil defenderlas abiertamente. Pero a fines del siglo XIX, sus tesis pudieron revestirse de una argumentación científica “moderna” gracias al aporte del positivismo y el evolucionismo. El darwinismo social ingreso con gran éxito en la elaboración de los intelectuales oligárquicos y brindo una sustentación no providencialista, laica, a la largamente interiorizada convicción de que los indios eran inferiores “por naturaleza”. La “servidumbre natural” aristotélica abandono el metarrelato legitimador religioso premoderno para buscar su sustentación en el moderno discurso científico” (Manrique 2011: 197).
La “cuestión indígena” como lo denominó Mariátegui en los años 20s, no sólo es una problemática heredada de la colonia, sino principalmente una herencia republicana decimonónica. A la desaparición de los caciques, le sigue el despojo de tierras a las comunidades indígenas, y la concentración de estas en terratenientes o gamonales. El racialismo o racismo científico del siglo XIX, acentúa el desprecio histórico por la población originaria. Indígenas, negros y chinos encarnaran el mal republicano de la discriminación o marginación (exclusión del voto por ejemplo). Una “República sin ciudadanos” al decir del historiador Flores Galindo o un país de “Ciudadanos imaginarios” como indica el sociólogo Sinesio López.
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